Todos los años en esta semana suelo escribir sobre las
cosas de la Semana Santa, o sobre cuál es mi opinión de ella, que seguramente
mis lectores han tenido la oportunidad de leerla muchas veces a lo largo de
todos esto años que vengo escribiendo viernes tras viernes esta columna en este
prestigioso diario, y en el que no tengo más limitación que el propio del
espacio tasado para su publicación y que se ciñe a entre 550 y 600 palabras que
son mediante las cuales cada viernes vierto mi opinión sobre los temas que
considero más oportunos.
Como todos los años tenía en mi cabeza un escrito casi
enjaretado para esta semana de pasión, pero en la tarde del lunes Santo saltaba
la noticia de un incendio en la Catedral de Notre Dame en París. Incendio que al
ver las primeras noticias parecía que no iba a tener mayor trascendencia, pero
que cuando se iban sucediendo las noticias empezábamos a tomar conciencia de la
magnitud del siniestro, a la vez que se nos dábamos cuenta que esto era algo
que no iba a pasar de soslayo por la Catedral, sino que todo lo contario la iba
a dejar marcada y bien marcada.
La imágenes eran dantescas, y los daños que se estaban
produciendo casi irreparables en muchos aspectos. Todo parecía un mal sueño,
una pesadilla de la que estábamos deseosos de poder despertar. Pero el sueño
terminó por convertirse en realidad y la pesadilla no era tal, sino que era la
vida misma la que estaba azotando a una de las mayores joyas del patrimonio
mundial. Una catedral que había sobrevivido a dos guerras mundiales, una
Catedral por las que habían pasado 850 años de historia, una catedral que había
tardado más de 100 años en construirse.
Por eso en mi columna de hoy que normalmente siempre la
escribo a lo importante, que es la Semana Santa, tengo y debo dedicarla esta
semana a lo urgente que se nos ha presentado en París con el apocalíptico
incendio que se ha producido en la gran Catedral de Notre Dame, donde en unas
pocas horas las llamas arrasaban buena parte del templo junto con la historia
que la misma ha venido guardando en su interior desde su construcción hasta
nuestros días y sobre todo desafiando a muchos avatares de la vida.
Parece como si el espíritu de Quasimodo, no estuviera de
acuerdo con el trato que la sociedad le estaba dando a su casa, y parafraseando
a su autor francés Víctor Hugo que escribía en su novela “la Señora de París”,
ya en 1831 "todavía hoy la iglesia de Nuestra Señora de París continúa
siendo un sublime y majestuoso monumento". Pero, añadió, "por
majestuoso que se haya conservado con el tiempo no puede uno por menos que
indignarse ante las degradaciones y mutilaciones de todo tipo que los hombres y
el paso de los años han infligido a este venerable monumento, sin el menor
respeto hacia Carlomagno que colocó su primera piedra, ni aún hacia Felipe
Augusto que colocó la última".
Por eso ahora se tiene que ser muy cauto en su
reconstrucción y no caigamos en aquello de que lo urgente adelante a lo
importante, ya que la reconstrucción de la Señora de París, más que urgente
debe ser importante teniendo muy claro que lo que la final se debe imponer es
devolverla a su estado original aunque nos tenga que llevar mucho más tiempo.
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