Las imágenes de miles de refugiados tratando de llegar a algún país de la
Unión Europea, que están dando la vuelta al mundo, son estremecedoras cuando
menos, sacando a la luz las vergüenzas de toda una gran potencia como es la
Unión Europea, exigente en algunas cosas y tremendamente deficiente en un tema
tan grave y sensible como el de la inmigración.
Europa vive la peor crisis de
refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, que desborda a Occidente y
alienta a los populismos en estados tan determinantes como Alemania o Francia,
dibuja un mapa de constantes y omnipresentes líneas con las rutas de los
migrantes, en su mayoría sirios, iraquíes o afganos, pero también de África
Subsahariana. De fondo, los Gobiernos europeos, paladines de la defensa
de los derechos humanos pero sobrepasados por la llegada masiva de
inmigrantes.
España boicoteó –junto con otros tantos países– la propuesta de fijar cuotas
obligatorias que propuso hace semanas la Comisión Europea. La Comisión propuso
que España se hiciera cargo de 4.238 refugiados, a lo que se negó, con el
argumento de las dificultades de nuestra economía, pero finalmente aceptó
1.300. El regateo de cifras cuando hay en juego miles de vidas
humanas es todavía más sonrojante si consideramos que Turquía, Líbano y
Jordania han acogido a 3,5 millones de refugiados sirios.
Sin otra alternativa, las personas que huyen de la guerra y la opresión
tratan de ponerse a salvo en Europa a cualquier precio. Demasiado a menudo,
mueren. Detener esta tragedia es totalmente factible. Mediante la cooperación y
la buena gobernanza, los Estados europeos pueden abrir canales legales y
seguros para los refugiados que llegan a Europa. Ahora es el momento para un
modelo de visado humanitario europeo. Lo que ocurrió en Austria es inaceptable.
Esto no solo es un problema moral, sino político. Todos los países y toda la
sociedad de Europa tienen que trabajar juntos y elaborar una respuesta
coordinada que proteja la vida.
Esta semana se han batido todos los récords en llegada de refugiados a
Europa. La explicación es
sencilla: las rutas, aunque cada vez más largas y mortíferas, siguen abiertas. Los
muros que Europa construye aún no están terminados, ni se ha puesto en
marcha la operación para controlar militarmente la costa Libia. Los que huyen de las guerras saben que
esta es una oportunidad única y el próximo tren tal vez les obligue a tomar aún
más riesgos. Por eso aprovechan estas fechas. Es ahora o nunca
porque medios legales para entrar, ni existen ni se esperan.
La solución a este problema supera la capacidad de Europa. Solo la ONU, con
sus 192 países, tiene capacidad de frenar las pretensiones de dictadores y el
avance del Estado Islámico, origen del problema. En primer lugar con
negociaciones hasta la extenuación y si no dan resultado con el bloqueo
comercial, la persecución de las mafias y la expulsión de dictadores, incluso
por las armas.
En segundo lugar actuando directamente sobre los países de origen de los
refugiados activando sus economías, con la creación de empresas conjuntas que
les enseñen a cultivar sus campos y a poner en marcha su incipiente industria,
para que sus ciudadanos sean los que hagan funcionar el país. Es decir, iniciar
la producción en origen, embrión del bienestar al que aspiran sus habitantes.
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