La ley hipotecaria española concede a la Iglesia Católica la
potestad de inscribir a su nombre bienes que no estaban inscritos a nombre de
nadie. A este acto, se le conoce como Inmatricular y ha provocado un auténtico
revuelo en muchos pueblos de nuestro país. Los vecinos han visto como bienes
que creían que eran del pueblo han pasado de la noche a la mañana a manos de
algunos obispados. Se trata, del artículo 206 de la Ley Hipotecaria, cuya
reforma está actualmente en tramitación y no corrige ese tratamiento para la
Iglesia Católica, que mantiene su equiparación con el Estado a la hora de
inmatricular los bienes. La Iglesia hace esto porque la ley se lo permite. En
concreto, este artículo 206, que pone al mismo nivel del Estado y a la Iglesia
a la hora de poder inscribir en el Registro de la Propiedad bienes sin
propietario conocido oficial siempre que tengan un certificado del
"funcionario" encargado de administrarlos. En el caso de la Iglesia,
además, el artículo 304 del Reglamento Hipotecario de 1947 decía que estos
papeles tenían que expedirlos "los Diocesanos respectivos".
Detrás de la medida, no obstante, se esconde una realidad:
entre 1998 y 2014 la Iglesia católica española ha procedido a la
inmatriculación de la práctica totalidad de templos, catedrales y monumentos de
consideración eclesiástica, desde la Mezquita-Catedral de Córdoba a parroquias
de todo el Estado español, pasando por cementerios y campos.
El Consejo de Ministros ha aprobado un Proyecto de Ley, que
remitirá al Congreso, para reformar la Ley Hipotecaria y, con ello, hacer
desaparecer el sistema de inmatriculación por certificación para la Iglesia,
norma que regía desde 1998 y que ha permitido a la institución poner a su
nombre miles de templos, aunque con trampa. La norma, pues, se elimina cuando
ya no queda nada que no haya sido inmatriculado en virtud de la legislación que
será modificada.
Ahora parece que se hace el camino en sentido inverso, pues
conviene recordar lo ocurrido con la desamortización española que fue un largo
proceso histórico, económico y social iniciado a finales del siglo XVIII y
cerrado bien entrado el siglo XX. Que consistió en poner en el mercado, previa
expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que
hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o ceder) y que se
encontraban en poder de las llamadas «manos muertas», es decir, la Iglesia
Católica y las órdenes religiosas —que los habían acumulado como habituales
beneficiarias de donaciones, testamentos y abintestatos— y los llamados baldíos
y las tierras comunales de los municipios, que servían de complemento para la
precaria economía de los campesinos. De la que se conocen varios episodios de
desamortizaciones, tales como la de Godoy, la de Madoz o la más famosa de
Mendizábal.
Sorprende mucho que en pleno siglo XXI, la iglesia tenga estos
privilegios, y que por cuestiones como estas pueda poner a su nombre miles de
Iglesias y Templos de Culto, sobre los que la mayoría el Estado, los
Ayuntamientos o las Comunidades Autónomas han invertido miles de euros en su
conservación y mantenimiento, que ahora se dan cuenta como de manera poco
ortodoxa son arrebatados a lo público para pasar a manos privadas del que los
estaba utilizando tan sólo como inquilino.
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